martes, 18 de septiembre de 2018

Capítulo I: De los inicios de El reino de hielo

             Fue la noche del octavo aniversario de Ian cuando apareció Denisse. Lo hizo en una pesada caja de cartón, con un sello enorme en la parte trasera, a manos de un mensajero de cabello azabache y mirada cansada. «Firme aquí», le dijo a la mamá de Ian. La mamá firmó e Ian sonrió. Dejaron la caja en el suelo del comedor e Ian, emocionado, empezó a tironear de las cintas que la precintaban y a rasgar el cartón como si su vida pendiera de ello.

             —Va a ser mi primera amiga, ¿cierto? Me dijiste que me querrá mucho —exclamó a mamá que, en respuesta, le regaló un asentimiento abatido.

             El nombre de mamá era Claudia pero Ian nunca lo utilizaba porque le parecía una falta de respeto. Su pelo era del color de la miel, muy rizado, y los ojos almendrados de un tono chocolate. El contorno de su cara era delicado, al igual que el arco de sus cejas y su nariz. Tenía los pómulos marcados, rosa claro. En ellos se proyectaba la sombra de unas gafas bermellón que siempre llevaba puestas.
             Ian sabía que mamá llevaba gafas porque tenía un secreto que no se atrevía a decir en voz alta. Una vez le preguntó «Mamá, ¿por qué llevas siempre puestas las gafas?» y le contestó «Porque me ayudan a distinguir bien las cosas». Desde que le desveló aquello, supo que estaba ante algo importante y que debía de tomarse muy en serio. El secreto de Claudia era que no entendía bien el mundo y, por tanto, necesitaba ayuda externa para interpretarlo. Por aquella razón Ian intentaba ser más permisivo con mamá cuando a veces se olvidaba de la hora de recogerlo del colegio o cuando no quería pasar tiempo con él. Mamá debía de aprender del mundo.

             Tampoco estaba bien molestarla cuando se encerraba en la habitación y lloraba, o cuando se enfrascaba con el portátil a trabajar sobre finanzas, esquemas... Ocupada, mamá siempre estaba ocupada y triste. Una vez Ian le dio unas gafas que había encontrado en el patio de su colegio y mamá le contestó «Esas no me sirven, Ian. No tienen la misma graduación que yo» y el pequeño pensó que el mundo se medía por la graduación.

             —Vas a romperlo. Te ayudo a terminar de abrir el precinto —afirmó Claudia. Se arrodilló frente a la enorme caja de cartón, que con unas tijeras terminó de abrir.

             Los ojos de Ian se sacudieron por la sorpresa. Dentro de ella había un montón de plástico de burbujas para proteger a su nueva amiga. Mamá lo cortó hasta dejar al descubierto a una androide apagada, sin batería. Ian, impaciente, escarbó dentro de la caja en busca del cargador.

             Sentaron a la androide y apoyaron su espalda contra la pared, mientras buscaban el puerto micro USB para conectarla a la luz. Estaba al lado de su oreja izquierda. Al enchufarlo emitió un zumbido y escucharon en su espalda un ventilador. Ian fijó la vista en su nueva amiga, que era muy guapa. Bastante alta, de piel pálida y delgada. Tenía el cabello corto de un tono rosa pastel y los ojos cerrados y de pestañas largas. Sus labios eran carnosos y rosa pastel, también, al igual que sus mejillas. Los rasgos parecían un tanto angulosos y, de algún modo, la ayudaban a ser más especial.

             —Es muy guapa, mamá. Me gusta mucho. Es muy guapa, ¿verdad?

             Claudia asintió, después se sentó en el sofá. Sacó su portátil del bolso y se enfrascó en su serio trabajo de finanzas.

             —Ahora tendrás algo para entretenerte por las tardes.

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             La androide sintió cómo algo vibraba en su pecho. Aquel era su corazón, pensó, solo que un poco más especial; estaba dentro de un disipador y reforzado por un ventilador, que refrigeraba un líquido que le llegaba a todo el cuerpo como la sangre en los humanos. Sí, pensó, ella era como los humanos solo que más fría. Toda ella era un bloque de hielo: si se calentaba era porque algo estaba mal y tenían que llevarla a reparación.

             La construyeron en una enorme cadena de montaje con manos de metal que tomaban las piezas para ensamblarlas. Las unían como si fueran puzles con combinaciones extrañas. Recordaba cómo hicieron su esqueleto, de aluminio aeronáutico, como se vendía en las promociones de la empresa. El más ligero, decían, el más robusto. En su cabeza implementaron la RAM, el procesador, el disco duro, la tarjeta de vídeo…, y otras tantas cosas que, aunque eran importantes, no era necesario enumerarlas.

             La cinta la llevaba de un sitio a otro, según iban avanzando en el proceso de construcción. En las últimas fases, cuando estaba ya más completa, le colocaron la piel, las pupilas, los dientes y el pelo. Todo de la mejor calidad para ser la mejor androide del mercado. O eso decían, y la androide no podía cuestionarlo.

             El final de la fase de producción fue cuando la conectaron a un ordenador y le pasaron información de muchas cosas. Viajaba como un torrente por su memoria interna; pensó que se volvería loca con tantos datos. Su nombre era 261210 y su serie la D. La mejor serie, la más moderna, le repetían. Y no podía olvidarlo. Tenía un innovador sistema de aprendizaje que le permitía formarse como ente independiente. Aquello, en consecuencia, la haría parecer más humana. O eso decían, y la androide no podía cuestionarlo.

             Tras aquello la metieron en una caja de cartón, donde le entró sueño. Cerró los ojos y el zumbido de su pecho cesó. El camino a casa de Ian se hizo oscuro. La androide, sin batería, no pudo establecer algoritmos sobre cuál sería su futuro.

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             Cuando la androide despertó se encontró con la mirada inquieta de un niño de unos ocho años. Tenía los ojos azul cielo, resplandecientes, y las mejillas sonrojadas. Bajo ellos había unas ojeras pronunciadas, lo que le hizo preguntarse la hora que era. Las doce, eran las doce de la noche, y el pequeño continuaba despierto. Su cabello era rubio claro, rizado y muy matoso. Tenía la cara redondeada, de nariz respingona, y labios prominentes. No era demasiado alto y sus manos eran rechonchas.

             Alzó su brazo derecho y atinó a acariciar las uñas del pequeño. Eran lisas y no brillaban. Arqueó sus cejas, confusa; las suyas sí brillaban, probablemente por el plástico que emplearon para ahorrar recursos. Ian la miró con impaciencia, aferrándose a sus manos como quien se agarra a un clavo ardiente.

             —Mamá te ha comprado para que seas mi amiga; llevo esperándote desde la tarde aquí sentado. Quiero que me des las buenas noches y me tapes con las mantas, ¿vale? Ven, vamos a mi cuarto —dijo el chiquillo atolondrado—. Eres mi amiga, ¿verdad? No me mientas, mamá dijo que serías mi amiga.

             La androide se incorporó y se dejó llevar por los tirones del pequeño. Fueron a su habitación, mientras escucharon de fondo el quejido de mamá. «Ian, baja la voz», espetó desde su cuarto, «Mañana madrugo». «Shhhh», silbó Ian a la androide, y trató de ser lo más silencioso posible. La androide abrió las mantas e Ian se metió en la cama. Lo arropó intentando lucir cariñosa.

             —¿Cómo te llamas? —inquirió Ian bajito. La androide le respondió su número de serie que, a opciones prácticas, era su nombre. —Ese no puede ser un nombre. Solo son números y una letra. La letra de, ¿cierto? Eso es porque tu nombre tiene que ver con la de, pero no lo sabes.

La androide no le contestó. Su respuesta fue imitar un encogimiento de hombros de la forma más natural que pudo.

             —Te llamas Denisse, ¿vale? Tu nombre es Denisse como la protagonista del cuento. —Ian extendió las manos hacia ella como tratando de comprobar algo. Sonrió feliz, muy feliz. Las piezas encajaban como pensó. —¡Sí que eres Denisse! Saliste del cuento, ¿cierto? Porque dije que tenía ganas de verte, que estaba solo. Le dije a mamá que quería una amiga pensando en ti. Mamá es lista y por eso la quiero. Eres Denisse de El reino helado; por eso estás tan fría.

             Denisse miró a Ian con su característica sonrisa forzada que, para el pequeño fue la mejor del mundo. Aquel tirón de labios iba a ser, sin lugar a dudas, una de las pocas señales de cariño que tendría a lo largo de su inexperta vida.

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Ian, El reino de hielo; David Ahufinger.







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